"Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: "¿Qué buscáis?".
Ellos le respondieron: "Rabbí, ¿dónde vives?".
Les respondió: "Venid y lo veréis". Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día".
(Jn. 1, 38-39)

Dios está dentro



Un niño preguntó a un escultor: “Señor, ¿cómo sabía que había un león en el mármol?”. El escultor contestó: “Porque, antes de ver el león en el mármol, lo había visto en mi corazón”.
Hay una unión grande entre el corazón y los ojos. Vemos lo que hay dentro. Tiene que haber perfecta unidad, oración contemplativa, para poder ver a Dios, para llegar a ser uno con Él.
         Jesús dice que todo lo que hace el Padre lo hace también el Hijo (Jn 5,19). No hay separación entre ellos: “Somos uno” (Jn 17,22); no hay división del trabajo: “El Padre ama al Hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas” (Jn 3,35); no hay competencia: “Os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre” (Jn 15,15); no hay envidia: “El Hijo no puede hacer nada por su cuenta; hace únicamente lo que ve hacer al Padre” (Jn 5,19).
Hay una perfecta unidad entre el Padre y el Hijo. Esta unidad está en el núcleo del mensaje de Jesús: “Creedme: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí” (Jn 14,11).
Dios quiere que formemos una unidad con Él. Desde la eternidad estamos escondidos “al amparo de la mano de Dios” y “tatuados en su palma” (Is 49,2.16). Dios nos ama antes que ninguna otra persona. Nos ama con un amor “primero” (1 Jn 4,19), un amor ilimitado e incondicional. Quiere que seamos sus hijos amados y nos dice que seamos tan cariñosos como Él.
Para descubrir al Dios que está dentro de nosotros, debemos orar constantemente. Pablo escribe a los cristianos de Tesalónica: “Orad constantemente. En todo dad gracias a Dios pues esto es lo que Él espera de vosotros” (1 Ts 5,17-18). Pablo no sólo demanda una oración incesante, sino que la practica: “Constantemente damos gracias a Dios por vosotros” (1 Ts 2,13; 2 Ts 1,3.11; Rm 1,9).
Uno de los ejemplos más conocidos del deseo de oración incesante es el del peregrino ruso. Un día encontró un hombre santo que le enseñó la oración de Jesús. Le dijo que repitiera mil veces cada día: “Señor Jesús, ten piedad de mí”. De esta forma, la oración de Jesús, poco a poco, se unió a su respiración y al latido de su corazón.
Orar acentúa el encuentro con Dios. Y al percatarnos de que Dios vive en nosotros, podremos verlo en todo lo demás. 
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Dios es un "niño grande"



           Una madre, para dar ánimo a su hijo, lo llevó a un concierto de Paderewski. El hijo entró en el escenario y empezó a tocar el piano. Cuando las cortinas se abrieron, el niño estaba interpretando las notas de “Mambrú se fue a la guerra”. En aquel momento, el maestro hizo su entrada, fue al piano y susurró al oído del niño: “No pares, continúa tocando”. Entonces Paderewski extendió su mano izquierda y empezó a llenar la parte del bajo. Luego, puso su mano derecha alrededor del niño y agregó un bello arreglo de la melodía. Fue una experiencia creativa. El público estaba entusiasmado.
           Dios es el gran maestro que nos enseña y nos dirige con sus manos divinas. Con su presencia inunda de vida toda nuestra existencia. “El Señor exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, danza por ti con gritos de júbilo como en los días de fiesta” (So 3,17-18).
           Dios es alegre y joven. La Escritura nos habla así de Dios: crea la vida “entre el clamor de las estrellas del alba” (Jb 38,7), la hizo con sabiduría (Pr 8,30). Dios disfruta y no sólo en su intimidad; salta de satisfacción al ver a los suyos, a su amado pueblo: “Me regocijaré en mi pueblo” (Is 65,18).
           A nosotros, los adultos, nos cuesta mucho sonreír. Las preocupaciones nos arrancan el gozo de poder disfrutar. Necesitamos hacernos como niños para entrar en el reino de los cielos (Mt 18,3), para gozar cada momento presente, para deleitarnos con todo lo bello de la vida, como si lo contempláramos por primera vez.
El adulto ha perdido la capacidad de maravillarse, de asombrase por los grandes y pequeños acontecimientos. El adulto ha aprendido a pensar y actuar de una forma autómata y rígida. Y ha aprendido también a preocuparse de los negocios, de lo que los demás pensarán y dirán de él. Se reciben aplausos si se actúa de acuerdo a las expectativas de los otros.
           El adulto funciona a base de normas. Se hace serio y competitivo. Ha cifrado su importancia en el trabajo duro, en la ocupación, en tener cosas... Éstas son sus metas, aunque para ello tenga que dejar de sonreír, vivir amargado y, a veces, hasta enfermar.
Según el pasaje evangélico de Mc 10,13-16, los discípulos actúan como “el adulto” y no permiten que los niños, la alegría personificada, se acerquen a Jesús. Sin embargo, él, que era libre, acogía a los niños y destacaba su forma de actuar.
El adulto que redescubre el niño interior aprende “lo que ha de tomarse en serio para reírse de lo demás” (Herman Hesse). Esto crea una armonía profunda de espíritu y de unidad con el Creador.
Descubrir el niño interior que llevamos dentro nos puede ayudar mucho a despertar a la vida, a contemplar con sorpresa las maravillas que nos topamos cada día, a valorar más el ser que el hacer. Necesitarnos volver a la niñez para darnos mayor cuenta de todo, para vivir sin prisas, para invertir tiempo en el descanso y el juego. Quizá debamos orar con las manos juntas y los ojos cerrados como los niños, pidiendo al Amigo que nos enseñe a disfrutar con lo que tenemos; que nos haga más plenamente conscientes de lo que vemos, tocamos, gustamos y olemos; que nos dé ojos para descubrir los grandes tesoros diarios y vivir en alegría y gratitud; que nos dé el coraje de ser nosotros mismos para no dejarnos llevar por una vida de normas ni por el qué dirán; que nos devuelva el alma de niño para disfrutar de todo y con todo.
Acercarnos a los niños nos puede ayudar a ser como ellos: tener sus ojos, pensar como ellos, sonreír y disfrutar la vida como ellos.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.

Dios está presente



Un día, el Rabí Mendel de Kotzk, recibiendo a algunos sabios personajes, sorprendió a sus visitantes preguntando de repente: “¿Dónde habita Dios?”. Se burlaron de él: “¿Qué te pasa? ¿No está lleno el mundo de su magnificencia?”. El Rabí respondió: “Dios está donde le dejan entrar”.
                              
            Dios está en nuestro mundo, en medio de nosotros, en el interior de cada uno; pero hay que reconocerlo y permitirle que esté vivo. “Es aquí, en el sitio donde nos encontramos, donde se trata de hacer brillar la luz de la vida divina escondida” (M. Buber). Pablo invita a vivir como “hijos de la luz” (Ef 5,8-9). Y donde la luz tiene sus efectos todo es bondad, santidad y verdad.

            Es vital reconocer que Dios está presente, que su amor lo penetra y lo envuelve todo. San Juan de la Cruz pone en boca de Cristo esta sentencia: “¡Desdichado de aquel que de mi amor ha hecho ausencia y no quiere gozar de mi presencia!”. En efecto, no hay mayor desdicha que ausentarse de Dios y huir de su presencia. No hay mayor gozo que creer en Él y disfrutar de su divina presencia.

Tener conciencia de Dios, creer que nos ama y nos llama, cambia completamente la vida de las personas. Así le pasó a P. Claudel. En la Navidad de 1886, “no teniendo nada que hacer”, asiste a las Vísperas cantadas en Notre Dame de París, esperando que las ceremonias religiosas le han de brindar inspiración poética. De improviso le sobrecoge la conciencia de Dios como una gran realidad personal, como “Alguien”, y desde ese momento toda su mentalidad y su vida cambian por completo.

Dios está presente, nos llama por nuestro nombre, nos ama. Sus ojos amorosos lo ven todo y están fijos siempre en sus criaturas. Nos ve donde quiera que estemos. No se puede huir de su presencia. Él está dondequiera que vayamos. “Te ve dondequiera que estés. Te llama por tu nombre. Te mira. Te comprende. Conoce todos tus sentimientos y pensamientos íntimos, tu debilidad, tu fortaleza. Te ve en tus días de gozo y en tus días de pesar. Observa tu semblante. Oye tu voz. Percibe los latidos de tu corazón; tu misma respiración no se le escapa. Tú no puedes amarte más de lo que Él te ama” (Newman).

Creer que es un Padre amoroso, que está presente en todos los momentos de la vida y pendiente de cada uno de los seres humanos, ayuda a caminar. Creer en su bondad, en su providencia, es de gran luz para cuando la noche se acerca y se oscurece la fe.

            Todo va bien cuando creemos y caminamos en la presencia de Dios. Todo cambia cuando le dejamos entrar, cuando Él pasa a ser parte de nuestra vida y le dejamos actuar. Todo es posible para aquél que cuenta con Dios.
P. Eusebio Gómez Navarro, OCD.